Número 49 | Diciembre de 2019
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Cuando Nadar fue fotógrafo: el vértigo de la modernidad
Es reseña de Nadar, Memorias de un fotógrafo. París en los inicios de la fotografía, Madrid, Casimiro, 2019
 
 

Siendo enorme el agradecimiento que hay que tener a la editorial Casimiro por haber publicado la traducción de un libro que se ha hecho desear (tampoco la edición inglesa es muy anterior, vio la luz en 2015), es una pena el título que ha decidido darle. La personalidad de Nadar, la trascendencia de su obra y el espacio de sociabilidad que constituyó su estudio no se corresponden con este libro pensado como sus memorias, cualquier lector que no esté avisado se quedará un tanto perplejo si es que no le resultan un poco insulsas.  Cierto que el subtítulo, “París en los inicios de la fotografía”, orienta sobre los motivos del cambio y la eliminación del título original que dio el autor cuando publicó el libro en 1900: “Cuando yo era fotógrafo”. El cambio apunta a que los editores no tenían confianza en que el público general supiera quien era Nadar, ni por tanto donde y cuando vivió. Si estamos en lo cierto y ese ha sido el motivo, parece entonces oportuno comenzar por aquí para después adentrarnos en el escrito, pues situado en su contexto se puede tener una opinión más proporcionado del significado o la trascendencia del libro y su oportuna traducción. Leer a Nadar resulta entretenido y a la vez es un modo fácil para seguir el recorrido de la fotografía considerada primero como espejo, defendida luego como arte, y reconocida finalmente como máscara, un devenir que expresa por si mismo no solo la contemporaneidad entendida en términos históricos sino también en la actualidad.

Gaspard-Félix Tournachon, conocido como Nadar, tuvo una longeva y activa vida en París donde nació en 1820 y murió en 1910. No es exagerado afirmar que Nadar conoció el mundo —eso era entonces la ciudad del Sena—, antes, durante y después de la fotografía. Sus múltiples inquietudes y curiosidades hacen casi imposible etiquetarle. En la gran exposición retrospectiva de 1965 —preparada por del departamento de estampas de la Blibliothèque Nationale, entonces bajo la dirección de Jean Adhémar (accesible online https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6456858c.r=Nadar%201965?rk=21459;2) —, ya se hacían eco de la vitalidad prodigiosa y el carácter emprendedor de este estudiante de medicina que pronto ejerció de periodista —razón por la que siempre se consideró un hombre de letras—, fue un caricaturista muy conocido y un emprendedor que se aventuró en la navegación aérea, dando a esta actividad implicaciones patrióticas e inspirando a Julio Verne su viaje en globo. Pero, el título que Nadar dio a su libro muestra que se sintió ante todo fotógrafo y no hay duda de que fue uno de los más famosos de su época tanto por la calidad de su obra —sobre todo de sus retratos—, como por el interés de sus investigaciones y su disponibilidad a ponerse tras la cámara para colaborar en proyectos científicos. Entre estos últimos se encuentra las seis fotografías realizadas en 1860 de un hermafrodita cuya finalidad era el estudio por lo que no fueron comercializadas: se piensa que Nadar trabajo por solicitud del director del hospital municipal de París donde se trataba de retratar las patologías y los pacientes con la mayor veracidad y arte posible.

A tan activa y creativa personalidad le correspondió además una rica sociabilidad. Como es sabido, la sociabilidad es esa faceta de la vida intelectual que supone un reto a la sociedad dominante ya que se fundamenta en la reunión de personas que comparten gustos, ideales, sueños y frecuentan salones, tertulias, cafés sociedades, etc., con el objetivo de fomentar los valores sociales y el intercambio de ideas para hacer progresar el conocimiento. Si hiciera falta demostrar la sociabilidad de Nadar, la larga nómina de gentes que se relacionaron con el o la iniciativa malograda de hacer su propio “Pantheon” —cuatro estampas gigantes en las que reuniría los retratos de actores, músicos, artistas y escritores de las cuales solo completó esta última con 250 figuras— serían suficiente. Pero en ese reto a la sociedad dominante todavía es más ilustrativo que en su taller se inaugurara, cuatro meses después de la formación de la Sociedad Anónima de Pintores, escultores y grabadores en París—creada para hacer frente a la Academia y el arte académico—, la primera exposición de pintores impresionistas en 1874 y que Monet pintara su famosa vista del Boulevard des Capuchines desde las ventanas de ese taller. En opinión de Nadar: “Los impresionistas barrieron todo esto [el paisaje histórico de la pléyade fuliginosa de las glorias del museo de Versailles], pero ¿quién podría estar resentido con ellos, a pesar de algunos errores cometidos?  Si queda algún premiado de esta Santa-Elena todavía reacio a la escuela del «plen air» a nuestro bravo Manet, primero despreciado, cuestionado todavía, que se consuele volviendo a contemplar El juramento de los Horacios, El rapto de las Sabinas [ambos de David] y Atala en la tumba de Chactas [Girodet-Trioson]” (p. 134).

Nadar fue el decano de la fotografía operativa en un momento en que el medio afrontaba una nueva crisis de vulgarización, la de André Adolphe Disdéri y su “retrato de tarjeta de visita” no fue menor. Es muy atractivo leer cómo trata este asunto y la personalidad de tan activo empresario-fotógrafo, su triunfo y su fracaso (pp. 141-145). Pero en 1900 ya había entrado en escena la Eastman Dry Corporation —germen de la futura multinacional Kodak—,con la comercialización del rollo de película continua y su famoso eslogan publicitario: “Usted apriete el botón, nosotros hacemos el resto”(You press the button, we do the rest). Definitivamente había nacido la fotografía comercial con la clara diferenciación de trabajos y funciones: los proveedores de material, los que hacen la toma y los encargados del procesado. La fotografía pasaba a estar al alcance de cualquier aficionado, al tiempo que abandonaba las primitivas técnicas artesanas y manuales por modernos procedimientos industriales y mecánicos. El fotógrafo podía limitarse a captar las imágenes (composición e iluminación), olvidándose de elaborar las emulsiones y de efectuar el proceso de revelado del negativo.

La emergencia de Kodak, compañía que pronto fue hegemónica, dejó en un segundo plano esa prevalencia de la competitividad de Francia y el Reino Unidos que se inició con el daguerrotipo y el talbotipo y tuvo implicados a artistas y científicos —wisemen ysavants como John Herschel (1792-1871) o Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833)—, en ambas orillas del Canal de la Mancha. Es en este periodo, cuando ya “el genio de la patria” entra en abierto declive para dar paso al “genio de la raza” que tantas tragedias ha causado, y no estoy segura de que se pueda hablar en pasado, es en el que hay que situar el relato de Nadar.

Escrito cuando hacia años que había dejado de hacer fotografía, Nadar se sitúa en el papel de testigo y actor de lo que ocurrió. Esta dualidad de papeles hace que hable de su fortuna y trayectoria — tan pronto habla de las prácticas comunes como de sus aportaciones personales al medio—, pero sobre todo que trate de transmitir el carácter extraordinario del evento desde la intensa experiencia emocional y psicológica de ver lograda la fijación de la imagen de la cámara oscura, algo tan deseado por las generaciones precedentes, y parafraseamos el título dado por Geoffrey Batchen a su espléndido libro intencionadamente para animar a su lectura (Barcelona, Gustavo Gili, 2004). En este contexto se entiende mejor que Nadar adopte un sentido de responsabilidad ante la historia a sabiendas de que es un relato que se hace con los retazos del pasado que quedan en el archivo y desde la subjetividad del que escribe: “… a falta de la gran historia que ya no sabemos hacer, recogemos las migajas de la pequeña […] Con mayor motivo, creo que seguramente será de utilidad para los investigadores especializados en el pasado dejarles algunas indicaciones, bien que sumarias, sobre nuestros principales profesionales, obreros de primera hora a los que hemos conocido o con los que simplemente hemos coincidido. Esta tarea le corresponde a aquel que, gracias al privilegio relativamente envidiable de los años transcurridos, es hoy el decano de la fotografía operativa; y es esta una tarea que ha de cumplir ahora que todavía es posible” (pp. 131-132). Esa idea de pérdida documental la constata el propio fotógrafo en la dedicatoria que incorporó, junto a su autorretrato, en la única estampa de su panteón: “dédicace/ Au Monsieur que je regrette assurément d’avance ne pas connaître et qui le 2e jour de la 3e lune de l’an 3607 courra les ventes comme un chien perdu pour acheter à Prix d’or cet esemplaire devenu introuvable et dont il ne pourra se passer pour son grand travail sur les figures historiques du XIXe siècle nadar [dedicatoria / Al Señor, a quien ciertamente lamento de antemano no conocer y que el segundo día de la tercera luna del año 3607 realizará las ventas como un perro perdido para comprar a precio de oro este trabajo que se habrá vuelto imposible de encontrar y que del que no podrá prescindir para su gran trabajo sobre las figuras históricas del siglo XIX nadar]”.

La lectura de Nadar, auténtico apóstol del progreso, devuelve además a una doble realidad más certera que el espíritu con el que fue recibida la mismísima fotografía analógica: la realidad de que el vértigo es algo connatural a los descubrimientos humanos. Es ese vértigo sentido desde los tiempos más remotos, constante y continuado, que hace que vivir siempre haya sido apasionante para unos, injusto para otros, y difícil y complicado para la mayoría, si no para todos. Y en paralelo, Nadar también hace constar que ese proceso de innovación constante siempre ha alumbrado a seres ingenuos, charlatanes con experiencias pseudocientíficas, timadores e indecisos. Es interesante constatar cómo la indecisión puede llevar a un rechazo que acaba por ofuscar  las mentes más preclaras en la búsqueda de atención,  resultando al final en una “pose” de la que resulta difícil desprenderse: para Nadar eso es lo que les ocurrió a Honoré de Balzac (1799-1850), Théophile Gautier (1811-1872) y Gérard de Nerval (1808-1855), que acabaron convirtiéndose en “espectros” (el entrecomillado es de Nadar, p. 12).

Esa participación del espíritu del progreso le llevó a Nadar a fotografiar el París subterráneo, poniendo a prueba sus investigaciones sobre la iluminación artificial. Con ello abrió también un nuevo horizonte estético para la fotografía que, si bien no le fue reconocido en su momento, él mismo se encargó de situar en el devenir del arte al definir los pasadizos estrechos de cloacas y catacumbas como un “buen desafío para la imaginación de Piranesi” (p. 81). Las catacumbas y cloacas parisinas se tragaban de manera estacional a los curiosos que, en fila india, recorrían el subsuelo en visitas guiadas a pesar de que “lo pintoresco” se agotaba enseguida debido a que en ello no había “ninguna variedad, y por más que volviésemos no veríamos nada nuevo”. Pero, como explica Nadar: “Esta palabra misteriosa —Catacumbas— excita por si sola una curiosidad que, aunque data de lejos, ha seguido incubándose con el paso del tiempo. No todo el mundo tiene la oportunidad, el tiempo libre o la intención de bajar aquí: de modo que por eso hay razones suficientes para hacerlo” (p. 72). Fueron numerosas las dificultades técnicas que tuvo que salvar el fotógrafo, entre ellas las derivadas de la representación para generar verosimilitud y recrear el realismo cotidiano: “Me había parecido conveniente la creación de un personaje que nos fuese útil, no desde el punto de vista pintoresco sino para indicar la escala de proporciones, una precaución que con demasiada frecuencia no tomaban los exploradores, y cuyo olvido a veces nos desconcertaba. Para dieciocho minutos de posado me hubiese sido difícil conseguir que un ser humano se mantuviese en una inmovilidad absoluta. Intenté superar la dificultad con muñecos a los que vestía y preparaba lo mejor posible para la puesta en escena: esto dificultó nuestras tareas” (p. 85).

En cuanto a la representación, es interesante que en el capítulo que les dedica se hace eco de la “fatuidad de algunos hombres, y de la preocupación permanente por su «apariencia» que tiene la mayor parte de ellos. Y aquellos que finjan parecer los más despreocupados son precisamente los que están más enfermos” (p. 89). Nadar trata de la construcción de la identidad a través de la fotografía, de la importancia de la opinión del fotografiado, de las reacciones de las personas cuando veían su rostro atrapado en el papel, de la pose, el posar y la falta de naturalidad como pauta de comportamiento para lograr un buen estilo, un estilo de clase. La continuidad del género del retrato y el protagonismo del mismo género en la práctica de la fotografía se hace constante en el libro. Nadar denuncia la práctica costosa y detestable del retoque, pero admite que se hizo rutinaria a partir de la década tras el éxito del alemán Franz Hanfstaengl (1804-1877) en la Exposición Universal de París de 1855. Al hablar de la casa Mayer y Pierson, a la que “todo el mundo acudía”, ilustra sucintamente la situación: “Su fábrica de retratos instalada en pleno bulevar se ceñía muy provechosamente a una única forma, e incluso a un formato más o menos único, especialmente práctico para los pequeños espacios de nuestras viviendas burguesas. Sin ocuparse de la disposición de líneas según el punto de vista más favorable al modelo, ni de la expresión de su rostro, ni de la forma en que la luz tenía que iluminar todo esto, se instalaba al cliente en un lugar invariable y se sacaba de él un solo cliché, mate y gris, deprisa y corriendo. Apenas lavada la prueba, pasaba inmediatamente a la mesa del pintor oficial, el cual había tomado sus notas; unas notas elementales, como las de un pasaporte: color de tez ordinario, ojos azules o marrones, pelo castaño o negro; y el producto —pagado por adelantado— se le entregaba al cliente, cortado y enmarcado, en un sobre” (p. 135).

Especialmente atractiva resulta la descripción donde Nada habla de la contribución de la fotografía a la fascinación de ese París que se ofrecía como nueva doncella al paseante consumidor de escaparates y la existencia de múltiples públicos en el aprecio del medio. En cuanto al primer tema, los hermanos Bisson abrieron en la rue Garancière “una tienda suntuosa donde desplegaron ante un público maravillado sus muestras de la biblioteca del Louvre y de las vistas de Suiza, con unas dimensiones desconocidas hasta entonces […] La tienda de Bisson hizo furor. No era solamente el lujo extraordinario y el buen gusto de la instalación o la novedad y la perfección de los productos que hacían que el paseante se detuviese. Había también mucho interés por contemplar a través del cristal de los escaparates a los ilustres visitante, que se sucedían en el gran diván circular de terciopelo de oreja de oso pasándose de mano en mano las pruebas del día” (pp. 138-139). En cuanto a los públicos en la exposición de 1855, Nadar comenta el modo en que elcomún de las gentes “se agolpaba con una curiosidad anhelante frente a los numerosos retratos de personajes famosos a los que no conocía todavía, bellezas procedentes del espectáculo que no habían podido contemplar más que de lejos”, mientras los “iniciados, los especialistas examinaba las pruebas indelebles de Poitevin, Moitessier, Topeneaud, Charles Nègre, Baudrand y La Blanchère, y las litografías de Lemercier” (p. 146).

Nadar se ocupa también de la cuestión del secreto profesional y transmite el nuevo lugar que pasó a ocupar el fotógrafo en los ritos de paso, entre los cuales el de la muerte tuvo un lugar especialmente relevante. Más allá de la anecdótica situación en la que se vio por tratarse de una familia española donde apenas si alguien hablaba francés, el fotógrafo expresa su empatía y, con ello, hace tomar conciencia del sentimiento, es decir, remite al afecto, el deseo y el duelo barthesiano: “Si hay una obligación penosa en la fotografía profesional es la forzosa sumisión a estos protocolos funerarios, que no se pueden evitar. Y no es solo el hecho de caer, como esta vez, en medio de un sufrimiento contra el que nada puede hacerse —muestras de dolor tan crueles y desgarradoras a veces que, aunque ajenas, llegan a volverse propias sin poderlo evitar— sino también la evocación que le asalta a uno mismo al recordar otra situación de duelos personales, volver a encontrarse súbitamente con antiguas penalidades que permanecían adormecidas: heridas mal cicatrizadas, en definitiva, que se reavivan y vuelven a sangrar con una intensidad lancinante” (p. 100).

Hasta la fecha no se ha organizado en España ninguna gran retrospectiva de Nadar y sus fotografías. Probablemente cuando se organizó la exposición Nadar por el Musée d’Orsay y The Metropolitan Museum of Art en 1994 no existía por aquí el ambiente propicio para alojarla —recordemos, por ejemplo, que PhotoEspaña no comenzó su andadura hasta 1998—, pero parece llegado el momento y la traducción de su libro es un excelente punto de partida para que alguna de las instituciones dedicadas al medio tome la iniciativa.

Jesusa VEGA
Catedrática de Historia del Arte, Universidad Autónoma de Madrid

Fecha de Entrega: 01/12/2019
Fecha de Admisión: 02/12/2019


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